Opinión

Hoy no hay racionalidad ni solidaridad, solo competitividad sin piedad (Zygmunt Bauman, dixit)

 La permanencia de la élite burocrática/Germán Sánchez Daza (https://m.e-consulta.com/opinion/2021-08-04/uap-la-permanencia-de-la-elite-burocratica)

Primero la leche
 
Fabrizio Mejía Madrid
C

omo en el caso del mestizaje, que pretendía difuminar el racismo, la idea de que somos un país de clase media alimentó la forma en que el antiguo régimen suprimía los derechos sociales. Más que la verdad, de lo que se trató fue de darle estabilidad a la fantasía de una sociedad que estaba en vías de dejar de estar en vías de. Durante los gobiernos de Calderón y Peña, por ejemplo, los científicos de la burocracia bajaron los mínimos para considerar a alguien como pobre y, de un plumazo, pusieron en la clase media a 10 millones más. Lo presumieron como un logro, a pesar de que sus criterios científicos aseguraban que no vivían hacinadas cinco personas en dos cuartos o que, como la educación secundaria se hizo constitucional hasta 1982, ese derecho no podía ser retroactivo. El engaño se hizo simbólico: aunque sólo 12 millones de mexicanos pueden definirse como clase media, 62 millones así lo hacen. Este autoengaño facilitó los recortes en salud, educación y vivienda: si el país es de clase media, no se necesitan programas sociales contra la pobreza.

En el centro de la cultura neoliberal hay una idea del éxito individual como acumulación de cosas que simbolizan el estatus y de títulos académicos que nos harían mejores que los demás. Se considera a la pobreza como algo contagioso, un castigo a la falta de esfuerzo, talento, y determinación. Decir que uno es pobre es una vergüenza que justifica que los demás no nos aprecien. Ser pobre es haber fracasado en lo personal, no un problema social. Esta idea no tiene mucho entre nosotros: apenas a mediados del siglo XIX, la palabra fracasado era un incidente, no una identidad. Se hizo sustantivo –perdedor– en la jerga del buró de crédito de los bancos de Estados Unidos y, para la era neoliberal, ya no era sólo insolvencia, sino un déficit de la personalidad. Si alguien entraba en la categoría de no pagar, se le enlistaba de por vida. En los 80, el llamado éxito empezó a contarnos una historia de héroes mitológicos que, empezando de cero, habían logrado tener mucho dinero y estima social, armados tan sólo de la audacia para enfrentar los retos y ganar, desde el garaje de tus padres hasta la oficina ventilada en Silicon Valley. La vida social se convirtió en un videojuego donde sólo había perdedores y ganadores. Esto nos llevó a una cultura llena de humillación para los que no logran subir la escalera del ingreso o del logro académico y, para el ganador, de la ansiedad cada vez mayor de seguir avanzando, cumpliendo las expectativas ajenas; cada vez habrá otra meta, otro rival a vencer, mayores exigencias de calidad y excelencia. Estamos justo donde el capitalismo nos quiere: corriendo para permanecer en el mismo lugar, siempre insatisfechos, aterrorizados por la posibilidad del estancamiento o, peor, de bajar por la serpiente del juego de las escaleras. Resulta por lo menos curioso que el origen de este juego de mesa sea religioso: en la India de las castas, las serpientes eran los malos comportamientos y las escaleras, los buenos. Como en un videojuego, la cultura de la subjetividad neoliberal asumió un estatus religioso como en la imagen que crea Arthur Miller en La muerte de un viajante: tratar de tocar el cielo trepado en un refrigerador agitando a la luna el abono recién pagado.

Por supuesto que, cuando hablamos de esta vida aspiracional, no criticamos lo intocable que en este mundo resulta el consumo o el cubrir las necesidades, sino la parte simbólica a la que están asociados: la superioridad de poseer una cosa o un grado académico. Tener no nos hace mejores. Sin duda, tener nos diferencia de otros a los que no queremos pertenecer y nos asimila a lo que aspiramos a ser. El deseo es mimético. Pero tener siempre va a traernos una infinita cantidad de desilusiones y angustia. Si dejáramos de asociarlo a lo que somos, quizás podríamos entender la pertenencia a la nación como una serie de caminos y veredas más que como una escalera al inamovible cielo del éxito. Como se pregunta Natalia Ginzburg: ¿Por qué le enseñamos a los hijos las pequeñas virtudes de trabajar duro, pasar los exámenes y conocer el valor del dinero mientras omitimos la importancia de la generosidad, gratitud, dignidad, valentía y pasión por la vida? Es decir, a valorar las vidas propias y ajenas por sí mismas y no por las cosas acumuladas y los reconocimientos de otros. La vida, no como éxito o fracaso, sino como una vocación. Quien tiene vocación no necesita que alguien más la apruebe, menos que la califique. Se llena sola. Al contrario, subsanar las expectativas de los demás siempre dejará el vacío de ganar una carrera a la que no recuerdas haberte inscrito.

Pero volvamos al mundo real. Si algo hizo la cultura neoliberal de considerar lo medible como única realidad, fue la propagación del examen a todas las esferas de la vida, civil, política y social. Todo se califica para declarar ganadores y perdedores: gobiernos, empresas, trabajadores, artistas, influenciadores de la red. Tener cosas de marca o convertirte en un paquete de habilidades para venderte en el mercado laboral, se convirtieron en la única forma de validar tu lugar en el país. Cumplir con el criterio de calificación, con el número, es la traducción cultural del monocultivo en la agricultura: elimina la diversidad del caos.

La discusión de si somos de clase media o pobres me hizo recordar una expresión que escuché en la serie de la BBC Los de arriba y los de abajo. Los aristócratas se refieren a los de clase trabajadora con el término leche primero. Se supone que, a la hora de servirse un té, los pobres le ponen leche primero y, los ricos, después. Hasta hace poco supe la razón: las tazas más baratas corren el riesgo de tronarse si se les sirve el té hirviendo y, para evitarlo, hay que amortiguarlo con leche. Es el mismo té. La pregunta es por qué aspiraríamos a sentirnos aceptados por tener la taza.

(La Jornada, 19/06/2021)

 

La civilización moderna está erigida sobre el individualismo, la competencia, la rentabilidad económica, el consumismo, el patriarcado y las estructuras verticales o piramidales. Y, ¡oh sorpresa!, lo que salvó a nuestra especie fue exactamente lo contrario: la cooperación, la solidaridad y el apoyo mutuo (Victor M. Toledo, dixit)

MARCOS ROITMAN ROSENMANN

Enamorarse  de nuestras ideas, demuestra narcicismo, algo común entre “intelectuales”  cuya preocupación es la cita compulsiva de su obra. No menos despreciable es el plagio, la ocultación de fuentes,  pasar como propio el pensamiento ajeno, es decir, ejercitar  el  fraude intelectual como forma de vida. Lo dicho, constituye una práctica habitual que ha llevado a premios Nobel,   científicos, músicos,  literatos o periodistas a  sufrir escarnio público. Resulta significativo que Umberto Eco, en Cómo se hace una tesis recomiende al doctorando sin escrúpulos plagiar  su trabajo  en una universidad remota, asegurándose que los miembros del tribunal no la conozcan.

Vivimos tiempos caracterizados por la mediocridad y la necesidad compulsiva de obtener notoriedad, traducido en poder fatuo y dinero.  Su expresión más degradada es la presentación de currículums  donde se trola  la vida, falsean títulos y se miente compulsivamente. La economía de mercado y el neoliberalismo son el  caldo de cultivo  para reproducir tales prácticas corruptas. En este potaje,  sobreviven políticos y  pseudo intelectuales que desde la academia e instituciones culturales, pasan por especialistas, proponen debates y visten un lenguaje críptico.  Los medios de comunicación social,  redes y  foros tertulianos dan la cobertura a este circo mediático.  Allí se reconocen, cubren  vergüenzas, y sacan a relucir su plumaje. Adictos a los medios digitales,  y Twitter están pegados a sus celulares.

Cuando la vida diaria está poblada por quienes argumentan desde la arrogancia, la actividad política y la docencia  se trasforman  en un quehacer huero, cuyo resultado es la desafección  del pensar, sintetizada en el rechazo a la teoría. La pedagogía como práctica de la libertad, al decir de Paulo Freire, se convierte en materia de control ideológico y adoctrinamiento para el mercado. En este contexto, se menosprecia  el pensamiento crítico. En su lugar, un trampantojo. Aparecen interpretaciones que acaban siendo modas académicas cuyo resultado no puede ser más perjudicial para las nuevas generaciones de universitarios o militantes  que se dejan seducir por  cantos de sirena. La lectura pausada, el saber construido en el dialogo e intercambio de experiencias,  no tiene lugar en la sociedad  del aquí y ahora. Los clásicos son sustituidos por Wikipedia. El silencio de la reflexión  sede paso a un ruido ensordecedor propio de la sociedad del vodevil.

 

Hoy la mayoría de las propuestas en boga  de las ciencias sociales están sometidas a una obsolescencia  programada.  Pensadas para ser deglutidas, no lo son  para crear pensamiento crítico. Conceptos y categorías como explotación, colonialismo interno, imperialismo, clases sociales son arrinconados o consideradas  una antigualla.  Mejor hablar de globalización, competitividad, emprendimiento o articulaciones precedidas por la preposición de

 

Pensar desde la coyuntura y aplicar fórmulas mágicas  genera interés momentáneo, pero tiene un corto recorrido, aunque  las agendas de congresos y eventos se nutran de tales propuestas. Responden a la lógica del mercado, pero no crean escuela ni asientan saberes.  El ejemplo más evidente lo marca  la 25ª Cumbre del Cambio Climático. Hoy, políticos, académicos, personajes públicos, empresas trasnacionales y una que otra ONGs,  se inventan el modo de producción ecológico. Nadie recuerda que una  las primeras  crisis medioambientales, migratorias o hambrunas  que profundizó el etnocidio en América latina, fue producto del cambio alimentario introducido por el monocultivo en los siglo XVI y XVII, junto a la explotación del oro y la plata. Las plantaciones jesuíticas, las haciendas, el repartimiento o la mita,  consolidaron los latifundios y las oligarquías terratenientes.  Lo mismo en África  y Asia.  Imperialismo y capitalismo industrial fueron sus hijos, es el modo de producción capitalista el  causante del cambio climático, la extinción de cientos de miles de especies o las  guerras por el control de las materias primas. Sin embargo, el principio explicativo se invisibiliza. En su  lugar, emergen conceptos como  desarrollo sustentable, sostenible, globalización, producción responsable,  transición ecológica o economía verde.  Lo cual tiene su expresión en el consumo bajo la  coletilla “alimentos ecológicos” y “compromiso solidario con el planeta”.

 

Es el nacimiento del pensamiento chatarra, conceptos ofertados a empresarios, trasnacionales y gobiernos, los mismos que contaminan. Nestlé, Monsanto, Bayer, las petroquímicas, el capital financiero, y sus representantes, para evitar dar más nombres propios, son los  responsables de la desertización, la pérdida de biodiversidad, esterilización de mujeres, asesinatos de sindicalistas y dirigentes medioambientalistas. Sin embargo, gracias al pensamiento chatarra limpian su nombre y se convierten en defensores a ultranza del “desarrollo humano sustentable”.  El cultivo de la soya, el aceite de palma, el maíz transgénico,  la agroindustria, los megaproyectos, la explotación ad infinitum de la flora y fauna, la contaminación en todas sus formas, se recubre con este tipo de pensamiento suministrado por   pseudo académicos e intelectuales.  Para avanzar, es necesario desenmascararlos. No puede haber  justicia  social, ni democracia plena si obviamos que el capitalismo, sea en cualquiera de sus caras, nos lleva al colapso  planetario y la sexta extinción bajo el sin sentido del pensamiento chatarra.

 (La Jornada, 14/12/2019)